Inocente hasta que se demuestre lo contrario
Sobre el movimiento woke y la presunción de inocencia.
Las declaraciones de María Jesús Montero han desatado un vendaval político. Tras conocerse la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña por el que se absuelve al ex-futbolista Dani Alves de un delito de agresión sexual, la vicepresidenta del gobierno de España dijo lo siguiente:
"Es una vergüenza que todavía se cuestione el testimonio de una víctima y se diga que la presunción de inocencia está por delante del testimonio de mujeres jóvenes, valientes, que deciden denunciar a los poderosos, a los grandes, a los famosos". María Jesús Montero, vicepresidenta primera de España.
Evidentemente, debido al escándalo público en torno a estas palabras, mientras escribo este texto, la vicepresidenta ha salido a rectificar lo dicho. No obstante, este comentario es solo un síntoma de los tiempos. Muchas conductas que se han ido realizando en los países occidentales, y la indiferencia o incluso el beneplácito de la masa, muestran cómo las gentes ya no creen en la presunción de inocencia. Parece que, esos pilares democráticos que alumbraban a la Humanidad desde la Ilustración se están apagando con nuestro consentimiento, en aras de abrazar nuestros sentimientos tribales y nuestro instinto inquisitorial, poniendo en riesgo la convivencia social.
Desde Roma hasta hoy
La presunción de inocencia es un principio del Derecho penal que estipula que toda persona debe ser considerada inocente hasta que se demuestre lo contrario mediante pruebas concluyentes en un proceso judicial justo y con todas las garantías. Así lo recoge la Constitución Española en su artículo 24.2 y la Declaración Universal de Derechos Humanos en su artículo 11.
El principio de presunción de inocencia se remonta al Derecho romano, donde el jurista Ulpiano estableció que la carga de la prueba recae sobre quien acusa, no sobre quien niega (ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat). Ulpiano enfatizaba la importancia de no dejarse llevar únicamente por sospechas para juzgar a las personas, y la preferencia de dejar impune a un delincuente antes que condenar a un culpable. Sin embargo, en la Edad Media presenciamos la reversión de estas ideas. Con la llegada de la Inquisición, la búsqueda de la herejía dejó atrás la inspiración romana en el proceso acusatorio. En cambio, la acusación secreta, que daba inicio al proceso inquisitorial, se basaba en la diffamatio y la suspicia (la difamación y la sospecha) que establecía una presunción de culpabilidad (llamada opinio malis), invirtiendo así la carga de la prueba (llamada onus probandi). En aquella época, era el acusado el que debía probar su inocencia, circunstancia ardua pues el uso de la tortura permitía obtener confesiones. Tenemos ejemplos muy clarificadores sobre este principio de culpabilidad, como por ejemplo lo relacionado con la caza de brujas o el fin de la Orden del Temple.
Los pensadores de la Ilustración cuestionaron estos métodos. Las ideas de esta época fueron decisivas para dar a luz un nuevo sistema judicial, más justo, con una mayor proporcionalidad de las penas, la abolición de la tortura y la pena de muerte y mayores garantías durante el proceso. La presunción de inocencia se erigió como pilar no solo de un sistema judicial justo, sino de un país democrático de plenas garantías.
“Un hombre no puede llamarse reo antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede quitarle la pública protección, sino cuando esté decidido que ha violado los pactos bajo que le fue concedida". Cesare Beccaria.
Terremoto woke
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Karl Marx.
Especialmente en suelo estadounidense pero con una gran capacidad de irradiación sobre el resto de Occidente, han visto el florecer en la última década una nueva doctrina que llevaba ya varios años campando a sus anchas por los campus universitarios como bien recogieron Jonathan Haidt y Greg Lukianoff. A pesar de que parece apagarse su llama tras la victoria de Donald Trump y determinadas políticas promovidas por sus ideas se están recientemente echando hacia atrás, lo cierto es que el esquema ideológico sigue haciendo estragos en el seno de las democracias liberales1.
“La izquierda ha abandonado a la clase trabajadora, y la ha sustituido por un nuevo proletariado”. Mark Lilla.
Los partidos de izquierda, tradicionalmente preocupados por los derechos y las condiciones materiales de las clases trabajadoras, en los últimos años parecen haberse olvidado del proletariado para traer a escena a los “perdedores” del sistema capitalista.
El wokismo, según autores como Robert Barron o Alfonso Basallo, bebe de varias doctrinas principalmente2, aunque en la base del movimiento encontramos el marxismo, dado que el wokismo ve la realidad desde la óptica del materialismo dialéctico, como una lucha entre fuerzas opuestas. El primer padre del wokismo no es otro que la conocida como Escuela de Frankfurt. La Teoría Crítica de Adorno y Horkheimer tiene como finalidad el enjuiciamiento o el análisis de la realidad pero en su orientación hacia la praxis, en el sentido de Marx, de transformar esa realidad. Estos autores desechan un análisis puramente económico del sistema capitalista, seguramente influidos por el debate que en la misma década se dio entre los socialistas y los economistas de la Escuela Austriaca como Mises o Hayek sobre la imposibilidad del cálculo económico en un sistema socialista. Por el contrario, deciden estudiar el capitalismo como sistema de dominación cultural. Es esta Teoría Critica de la que en los años posteriores se desarrollan todo un conjunto de doctrinas diferentes: la teoría poscolonial, la teoría queer de Judith Butler, la teoría crítica de la raza, el feminismo interseccional y las teorías críticas del capacitismo y la gordura (los llamados fat studies). Y todas ellas terminarían inspirando el activismo político de la nueva izquierda de Estados Unidos, como indican Helen Pluckrose y James Lindsay en su ensayo Teorías cínicas.
La segunda inspiración proviene del postmarxismo del autor italiano Antonio Gramsci. Había que lograr la hegemonía cultural, especialmente en un mundo donde el llamado neoliberalismo en la década de los 80 había triunfado y tras la caída, tanto política como cultural, del socialismo con la disolución de la URSS parecía dictar sentencia a favor del bando capitalista. La hoja de ruta que marca Gramsci es clara y fácilmente extrapolable a nuestros días:
“La conquista del poder cultural es previa a la del poder político. Esto se logra mediante la acción concertada de los intelectuales llamados ‘orgánicos’ infiltrados en todos los medios de comunicación, de expresión y universitarios”. Gramsci.
¿Qué necesitamos para lograr dicha hegemonía, si el proletariado ya no es lo que era? Primero se necesitaba un nuevo sujeto político. En este caso, la lucha de clases se transforma en una lucha de identidades. Según los autores postmarxistas Laclau y Mouffe, el conflicto entre capital vs trabajo es reduccionista. Así, habría que ampliar el foco a otros conflictos históricos, a otras relaciones de poder y opresión, como es el patriarcado, la homofobia o el racismo.
Y por último, la última doctrina fundamental en el surgimiento del wokismo es la Frech Theory. Esos pensadores sostienen que el lenguaje no se refiere a un verdad o a una realidad fuera de sí mismo; es decir no hay un significado al que aluda el significante. “No hay nada fuera del texto” afirmaba Derrida; y Foucault indica: “No hay más realidad constatable que la lengua, ni más cosas que las palabras”. Deleuze, da un paso más, al señalar que el papel del individuo es “desmontar la red que la cultura en la que nacemos teje a nuestro alrededor”. Los filósofos posmodernos pretendían acabar así con lo que Lacan llamaba metanarrativas: todas los relatos sobre la verdad, la moralidad judeocristiana, el progreso, o los hechos históricos de Occidente. Un ataque directo contra el cristianismo y la Ilustración, bases de la democracia liberal y de Occidente.
“Reducir el mundo a un juego de lenguaje, difuminar los límites entre lo objetivo y lo subjetivo, la verdad y la creencia, los sexos y el género”. Pluckrose y Lindsay.
La corriente postmarxista de la Escuela de Frankfurt, especialmente a través de Herbert Marcuse3 y la de los autores posmodernos franceses, saltó a los campus universitarios en EEUU a finales de la década de los 90, donde ha gozado de gran prestigio hasta nuestros días.
Wokismo de derechas
No obstante, no debemos caer en el error de olvidarnos de la otra parte del tablero. El movimiento woke ha tenido un apoyo imprescindible por parte de las élites burguesas y los poderosos. Tanto personalidades de todos los ámbitos, incluidos aquellos ubicados en la parte más elevada del estrato social, hasta empresas multinacionales con gran poder e influencia, han abrazado este movimiento. En primer lugar, el capitalismo no es solo un sistema de destrucción y creación material, sino también cultural. El sistema capitalista tiene una capacidad sin igual de adaptar y resignificar aquellos movimientos subversivos que surgen dentro de él. Esto es fácilmente visible por el ciudadano, observando cómo las empresas adaptan mensajes, eslóganes, campañas o productos en función del colectivo al que pretenden dirigirse. Es habitual ver cambios en la marca comercial, diseños o rebranding de las empresas en fechas como el 8 de marzo o durante el Orgullo Gay. Cambiar las formas, lo estético o cosmético, utilizar el lenguaje inclusivo, puede ser de gran utilidad para canalizar las demandas más radicales sin cambiar las condiciones estructurales. Además, puede ser visto como una forma de añadir valor, diferenciándose de los competidores, asemejándose a las demandas de la opinión pública para obtener un rédito económico.
Y en segundo lugar, existe una corriente autoritaria en el seno de los opositores al movimiento woke. Estos anti-wokistas también son en muchas ocasiones anti-liberales. Muchos de estos individuos han sido los que han apoyado por ejemplo a Donald Trump. Fanáticos religiosos o supremacistas que siempre han estado ahí, y pretenden simplemente cambiar una ortodoxia por otra, con diferentes formas pero con las mismas convicciones. Esta corriente comparte el mismo rechazo por la verdad, la convicción del fracaso de la democracia liberal o el victimismo y la cultura de la cancelación como notas dominantes.
“Es importante no convertirnos en lo que odiamos”. Helen Pluckrose.
Justicia y wokismo
¿Cómo enlaza todo esto con el principio a la presunción de inocencia? Como se ha comentado, este principio cristalizó en la Ilustración que, junto con el sufragio, el uso de la razón, la búsqueda de la verdad y la libertad de pensamiento y expresión, sentó las bases de las democracias occidentales. El ataque a la presunción de inocencia es solo un síntoma de los tiempos, un ataque a mayor escala, orquestado contra las bases políticas y filosóficas de la democracia liberal. La creencia de que importa más el color de piel o el género debido a los históricos agravios sufridos en detrimento de la realidad objetiva choca frontalmente con este principio del Derecho penal. La asunción de la dialéctica de opresor-oprimido, la fe en el sentimentalismo, en el subjetivismo como fuente de verdad absoluta, no es compatible con el análisis imparcial, con el juego de pruebas de cargo y descargo, con la obligación de enervar la presunción iuris tantum de inocencia del acusado.
Las características propias del wokismo empuja a las gentes de vuelta al esquema de acusación inquisitorial. Ahora, la caza de brujas o el linchamiento público se realizan en las redes sociales. Ahora, los autos de fe no los organiza la Inquisición, sino los partidos políticos y los medios de comunicación. Ahora, volvemos a ser juez, jurado y verdugo. Si el pensamiento religioso y la creencia dogmática en la culpabilidad del acusado ha vuelto, los juzgados y tribunales pierden su razón de ser. La sospecha, la difamación y la fe ciega en las propias creencias apartan del camino a la verdad, a la presunción de inocencia y a la razón.
Conclusiones
“Es preferible que cien personas culpables puedan escapar a que un solo inocente sufra”. Benjamin Franklin.
La importancia del derecho a la presunción de inocencia debería estar grabado a fuego en la mente de cualquier demócrata. Un sistema penal en el que únicamente se pueda condenar a alguien cuando la acusación demuestre con pruebas que el acusado no es inocente, es garantía de que cualquiera de nosotros tengamos la certeza de que no acabemos en la cárcel por una mera denuncia por razones personales o por motivos políticos o ideológicos.
Desgraciadamente, las palabras de la vicepresidenta del Gobierno no son una declaración aislada, sino que se suma a las de otros ministros y políticos cuestionando gravemente no sólo la independencia judicial sino también garantías esenciales de los ciudadanos. El populismo es la carcoma de la democracia y no conoce de ideologías. Pedro Sánchez carga contra los jueces por los casos de su mujer o del Fiscal General del Estado. Trump pide la inhabilitación del juez James Boasberg por obstaculizar su indiscriminada política migratoria. Meloni carga contra el Poder Judicial que la investiga por el Caso Amasri identificando su persona con el bien de Italia. Orban arremete contra jueces y otros “enemigos” hablando de la “gran limpieza de Pascua, porque las chinches sobrevivieron al invierno”. Mismos comportamientos, misma finalidad: un poder ejecutivo omnímodo no fiscalizado por nadie.
Pero esto va más allá y conviene que no lo olviden. Esto ya no va de izquierda o derecha, esto va de la democracia liberal, del Estado de derecho, contra los totalitarios. Y es hora de elegir el bando correcto.
Se auguraba que la victoria de Trump había dado la sentencia de muerte a los excesos del wokismo, encarnado por figuras del partido demócrata como Kamala Harris. Algunos sucesos, como por ejemplo la retirada de políticas sobre la atención médica a menores transgénero en Inglaterra o Francia, parecían señalar el final del camino de esta ideología. No obstante, las críticas y la animadversión por las políticas erráticas de Trump se une a los años de insistencia ideológica por parte de sus adeptos, lo que intuyo que evitará su total desaparición e incluso presenciemos una futura renovación.
No obstante, podemos remontarnos mucho más en el tiempo. Es Descartes el que, declarando la definitiva sentencia de muerte al realismo filosófico con su famoso “cogito, ergo sum”, cambia la vara de medir las cosas de lo objetivo a lo subjetivo. La expresión más refinada del idealismo llega de la mano de Kant, que es su Crítica a la Razón Pura, según la cual las categorías metafísicas clásicas del tiempo y el espacio, de la identidad y la sustancia, ya no están ahí fuera, en el mundo. Ahora están aquí dentro, como estructuras mentales ya existentes a priori. Por tanto, lo que hacemos es proyectar esas realidades en el mundo. Lo mismo ocurre con la ética kantiana: “No es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan solo una buena voluntad”. Esto significa que, para determinar lo que está bien y lo que está mal, no es en mis propios actos en lo que debo fijarme. Lo que interesan son los atributos de la voluntad que toma las decisiones. Una vez más, se vuelve a poner el interior por delante del exterior.
Marcuse habla de tolerancia represiva: considera el concepto de tolerancia de Popper como perpetrador del statu quo, y entiende que, aunque tanto ciertas ideas comunistas como las ideas fascistas merecen censura, las primeras, al pertenecer a la revolución de izquierdas y por tanto automáticamente virtuosas, merecen un reproche menor. Por tanto, instala una doble vara de medir entre unas y otras.
Hola @menez.
Muy buen artículo. Y nada, absolutamente nada, que objetar. Tu lista de comportamientos escandalosos es acertada, aunque corta, pero sería un juego estúpido por mi parte decir "y este, y el otro, y aquel también".... porque lo sabes perfectamente. Y aunque yo creo que la justicia forma parte del problema, porque está mediatizada y juega decididamente en el campo de lo político, la respuesta correcta a sus errores o parcialidades no es el juicio de valor previo.
Haces bien en sacar a Gramsci a colación. Pero creo que, aún mejores alumnos que los woke, lo han sido los teóricos de la extrema derecha, que finalmente han situado la conversación donde ellos querían. Un vaivén de péndulo perfecto y una jugada de manual. Quita queer y pon okupa, quita teoría crítica de la raza y pon gran sustitución...
En esta nueva postverdad donde las emociones son lo único que cuentan, la democracia es la que pierde. Lo que no sé es cuál es el lado bueno que comentas, porque todos juegan a lo mismo. Me parece que al sistema liberal le espera un siglo complicado, por no decir letal.
Y sobre lo de Montero, en fin... sobran los comentarios. Ni siquiera creo que fuese espontáneo, sino una aplicación de la "guía del mitinero progresista".
Un gusto leerte aunque no siempre estemos de acuerdo.
Muchas gracias por escribirlo. El movimiento woke no es solo una pataleta de cuatro extremistas, como a menudo intentan hacernos creer, sino el fermento del propio sistema en el que vivimos.