El votante, ¿egoísta e ignorante? (I)
Sobre la hipótesis del votante egoísta y el votante altruista.
Este artículo se divide en 2 partes, donde estudiaremos al votante como actor político y abordaremos temas relacionados con el egoísmo, el altruismo, la ignorancia y la irracionalidad en la toma de decisiones políticas.
Este post corresponde a la primera parte.
A muchos nos fascina la política. No la habitual confrontación, polarización y crispación a la que estamos acostumbrados, ni las batallas por ver quien se sienta en la poltrona del poder, sino al conjunto de toma de decisiones grupales. Y uno de los temas más interesantes es en lo que respecta al votante. Ríos de tinta han corrido respecto a este tema. La sabiduría convencional parece asumir que el votante deposita su voto en función de lo que más le interese personal y económicamente, haciendo una especia de analogía entre consumidor y votante. ¿Es el votante egoísta?
El votante egoísta
«Es un hecho tolerablemente bien establecido que los hombres son aún egoístas. Y que los hombres, respondiendo a este epíteto, utilizarán el poder depositado en sus manos para su propia ventaja». Herbert Spencer.
Como consideraba Adam Smith, el individuo busca maximizar su propio interés. Otros muchos pensadores, generalmente cercanos al liberalismo, han compartido la visión de que el interés personal, la búsqueda de los propios fines, es una tendencia innata del ser humano. Nos preocupa nuestro propio bienestar y porvenir, y actuamos en consecuencia. La acción humana es dirigida por este impulso natural, y gracias a él, se fomenta el intercambio de bienes y servicios, la cooperación social y el progreso económico.
«El interés propio no es egoísmo miope. Es lo que sea que interese a los participantes, lo que valoren, cualesquiera que sean los objetivos que persigan. El científico que busca avanzar en las fronteras de su disciplina, el misionero que busca convertir a los infieles a la verdadera fe, el filántropo que busca traer consuelo a los necesitados, todos están persiguiendo sus intereses, tal como los ven, como los juzgan por sus propios valores». Milton Friedman.
Por tanto, si en un sistema de mercado en el que actuamos como consumidores, demandando bienes y servicios, nos impulsa nuestro egoísmo, en un sistema agregado de decisión como es una votación democrática, parece intuitivo pensar que las personas seguirán el mismo esquema mental. Si los consumidores adquieren bienes en función de sus preferencias buscando maximizar su interés personal, los votantes votarán en las elecciones actuando de forma análoga. Los votantes elegirán a candidatos que afecten directamente a su bienestar personal o económico. Si en la toma de decisiones individuales somos egoístas, así también lo seremos en la toma de decisiones grupales.
La explicación precedente puede parecer fútil, pero se me antoja imprescindible por guardar un hueco importante dentro de la mente colectiva de la cultura popular. Basta con hacer un pequeño análisis de nuestros prejuicios para observar que muchas veces asumimos esta hipótesis como algo real. Es una idea común pensar que una mujer, un obrero o una persona homosexual debería votar a un partido de izquierdas; en cambio, un hombre blanco heterosexual, un empresario o un patriota debería votar a uno de derechas. Estos prejuicios, como que los pobres son de izquierdas y los ricos de derechas, responden al mismo proceso mental que hemos expuesto con anterioridad, y es que las personas votan por motivos egoístas.
Resultados opuestos
«Los partidos de izquierda han evolucionado desde ser “partidos de la clase trabajadora” hacia “partidos de los más educados”». Thomas Piketty.
Esta hipótesis parece sostenerse en ciertos ámbitos. Pongamos el ejemplo de los fumadores y no fumadores. Donald Green y Ann Gerken han averiguado que fumadores y no fumadores son similares ideológica y demográficamente, pero los fumadores se oponen con mucha más fuerza a las restricciones e impuestos sobre su vicio favorito. La creencia en los derechos de los fumadores va pareja al consumo diario de cigarrillos: un 61,5 % de los fumadores empedernidos desean ver relajadas las medidas antitabaco, pero sólo un 13,9 % de la gente que nunca ha fumado está de acuerdo. Este estudio parece ratificar la hipótesis del votante egoísta.
No obstante, para que esta hipótesis fuera cierta, deberíamos encontrar evidencia parecida en el conjunto de la sociedad. Pero lo cierto es que no es así. En un vistazo a las estadísticas de las recientes elecciones estadounidenses, el partido republicano con Donald Trump a la cabeza, ha sido votado por casi la mitad de la población latina. Es más, entre las personas con menores ingresos, el líder republicano consigue el mejor resultado en los últimos 20 años. En cambio, el 52% de las personas con una renta anual por hogar por encima de los 200.000€ apoyan a la candidata demócrata.
Pero estos no son los únicos datos que parecen refutar esta hipótesis. Shapiro y Mahajan encuentran evidencia a favor de que los hombres son más pro-aborto que las mujeres. Otros autores como Rhodebeck encuentran resultados que sostienen cómo la edad no está correlacionado con las preferencias políticas, demostrando como las personas de más de 65 años están a favor de un sistema de sanidad pública en la misma medida que los jóvenes, o cómo los jóvenes defienden el sistema de pensiones en la misma medida que los mayores.
Este fenómeno no es exclusivamente estadounidense. En Francia, Marine Le Pen es la candidata preferida entre las personas con menores ingresos, entre los obreros y entre los desempleados. En España, el electorado que pertenece al 20% con menores ingresos se ubican ligeramente a la derecha. En las zonas urbanas, especialmente las grandes ciudades, los ciudadanos votan más a opciones de izquierda como Sumar y similares, mientras que en las zonas rurales se da el fenómeno opuesto.
Esto nos hace sospechar que la semejanza entre comprar y votar es falaz. Los ciudadanos no votan con «la cartera», no se mueven por motivos egoístas, sino que hay otras razones que explican este comportamiento agregado.
El votante altruista
«Hollywood es muy conocido por sus millonarios de izquierdas, como Tim Robbins o Susan Sarandon. La victoria de Clinton sobre Bush en 1992 probablemente les costó a las estrellas protagonistas de Cadena perpetua y The Rocky Horror Picture Show respectivamente, cientos de miles de dólares en impuestos extra». Bryan Caplan.
Los datos parecen demostrar que la hipótesis del votante egoísta no se sostiene. Según la evidencia, la correlación entre ingresos e identidad política es débil1. Ya hemos presentado en el apartado anterior datos que demuestran como las personas no votamos siguiendo nuestro interés personal. Los prejuicios en torno a la identidad política es mucho más débil de lo que creemos. Podríamos decir que los pobres no son de izquierdas ni los ricos de derechas, sino que la cosa es algo más compleja.
La visión que el votante común tiene de los motivos del votante común es paradójica: «yo no voto desde el egoísmo, pero la mayoría sí». He aquí la clave en la toma de decisiones políticas: normalmente los votantes están a favor de las políticas que perciben como beneficiosas para el interés general de la nación2. No votamos por lo que más nos interese a nuestra cuenta bancaria, sino ningún magnate o actor de Hollywood votaría por un partido que promete subir los impuestos a los ricos. Votamos por lo que consideramos que es mejor para todos. No nos empujan intereses egoístas, sino que es nuestro altruismo el que dirige la papeleta en una dirección o en la otra. Pero al llegar a este punto, lo normal es pensar ¿entonces somos egoístas en el mercado y altruistas en política? ¿No es esto contradictorio?
Hagamos un ejercicio mental juntos. Asumamos que el altruismo es un bien de consumo como todos los demás. Según la Ley de la demanda, consumiremos más cantidad de altruismo cuanto menor sea su precio3. Si se nos acerca una persona en el metro pidiéndonos una ayuda, quizás estamos dispuestos a entregarle algo de dinero. En cambio, si de nosotros depende el donar de nuestro bolsillo lo necesario para sufragar todos los gastos de una aldea pobre de África, lo normal será evitar hacerlo4. Esto no nos convierte en mejores ni en peores personas, simplemente muestra una verdad elemental en el ser humano: nos preocupamos más por el bienestar de otros si el precio que debemos pagar es menor. Por tanto, conforme baje el precio de ser altruistas, lo seremos en mayor cantidad.
En un proceso democrático como lo son unas elecciones municipales, autonómicas/federales o estatales, el valor de un voto es ínfimo. Casi con toda probabilidad, nuestro voto no decidirá las elecciones. Podemos votar al partido político que defienda la idea más absurda que haya, que el valor de nuestro voto es casi nulo y por tanto votar nos sale gratis. Si el voto altruista es tan barato, existen incentivos para preocuparnos por el bienestar social en mucha mayor medida que lo hacemos cuando actuamos como consumidores. Por ende, no existe contradicción en nuestra forma de actuar como consumidores y como votantes, las diferencias radican en el precio de ser egoístas o altruistas en un contexto u otro5.
Entendiendo el altruismo como un bien de consumo más, y dada la escasa capacidad decisoria del voto, el precio del altruismo es radicalmente menor en política que en los mercados.
Conclusiones
Teniendo en cuenta lo expuesto con anterioridad, la democracia debería estar de enhorabuena. Si los votantes se preocupan más por el bienestar social que por el suyo propio, un sistema de gobierno donde la mayoría decide es una gran noticia. Sin embargo, me temo que la cosa es algo más compleja. El quid de la cuestión se esconde entre lo que hemos meritado: los votantes no eligen las políticas más beneficiosas para el conjunto de la sociedad, sino que elijen aquellas que perciben como más beneficiosas. El verbo «percibir» es de una importancia capital en este contexto.
En una democracia, si los votantes son en su mayoría altruistas, el funcionamiento de la misma podría ser mejor. No necesitaremos que los intereses particulares de cada uno se alineen con el interés social, pues para la mayoría, este bienestar social será un fin en si mismo, aunque socave sus motivos egoístas.
Sin embargo, este altruismo también puede hacer que la democracia funcione peor. Si el electorado percibe que los controles de precios o el proteccionismo son beneficiosos socialmente, el altruismo dirigirá el voto de una manera monolítica. Cuando los votantes altruistas tienen una idea equivocada del mundo, pueden alcanzar con facilidad el consenso en el error. Un votante altruista, si tiene percepciones erróneas de la realidad, puede ser más peligroso que un votante egoísta. Si como sugieren los datos, en su mayoría los votantes son altruistas, conviene conocer qué puede llevar a los votantes a errar. Y esto dependerá en gran medida de nuestras creencias y de la información al alcance.
El error no reside en la valoración por exceso del propio altruismo, sino en la infravaloración del del prójimo.
Se habla únicamente de Ley de la demanda de forma intencional. Si estudiamos la elección pública bajo la Teoría de precios, la oferta la constituyen los partidos y candidatos políticos, mientras que la demanda la forman los votantes.
Con un ejemplo monetario es más fácil entender la analogía entre altruismo y bien de consumo. Pero el precio a pagar puede ser psicológico, moral o social. Esto es una cuestión de toma de decisiones: conforme suba el precio de hacer algo, menor será su cantidad.
Para continuar con la analogía, egoísmo y altruismo se pueden interpretar como bienes sustitutivos: bienes que cuando aumenta la producción o consumo de uno, disminuye la producción o consumo del otro. En este contexto, un individuo tomará la decisión de maximizar su bienestar propio o el bienestar social. Se podría considerar que son sustitutivos imperfectos pues los individuos tienden a balancear entre ambas conductas.
Maravilloso artículo: claro, preciso, conciso.
No sé si al hablar sobre la percepción del votante sacas una cuestión que desarrollarás en la segunda parte del artículo, pero me parece muy pertinente.
En muchos casos, lo que «percibimos» como justo puede verse distorsionado tanto por la información de la que disponemos como por la forma en la que se nos suministra. El hecho de que tengamos datos poco exactos (cuando no directamente falsos) sobre las posibles actuaciones políticas implica, creo yo, que nuestro voto pueda no ajustarse ni al interés personal ni al común.