El Índice de Democracia de la compañía Economist Intelligence Unit, asociada a The Economist, evalúa cuantitativamente el nivel democrático de los diferentes países. Este índice clasifica los países en función de cinco categorías: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del Gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles. Según esta métrica, sólo a un 8% de los países del mundo se les puede considerar como democracias plenas.
Divagaciones filosóficas
«Todo fluye y nada permanece». Heráclito.
Esta cita muestra una constante dentro del pensamiento griego. La vida es un constante devenir de sucesos, no perennes, sino de continuo cambio. Un cambio cíclico, donde los sucesos se repiten aunque con variaciones. Los regímenes políticos no están exentos de este fenómeno. El historiador griego Polibio denominó Anacíclosis a la teoría que describe esta sucesión cíclica de la forma de gobierno. La premisa es sencilla: todo régimen político tiende a degenerarse.
«Cuando ésta (la democracia), a su vez, se mancha de ilegalidad y violencias, con el pasar del tiempo se constituye la oclocracia» Polibio.
Para Polibio, dentro de las formas corruptas de gobierno (tiranía, oligarquía y oclocracia), era esta última la peor de todas. En ella, se degenera la lucha por los derechos civiles de quienes lograron instalar la democracia, para pasar a un régimen ejercido por la turba, por la muchedumbre, que a veces ignorante, a veces manipulada, pasa a ejercer el gobierno. Anteriormente, los dos grandes filósofos griegos ya habían advertido este problema. Aristóteles sentó las bases de la teoría política respecto a lo aquí tratado. Para él, la república es el gobierno de la mayoría que busca el bien común, siendo la demagogia su perversión. Parece aquí marcar nítidamente las diferencias, en línea con la teoría polibiana, entre la república (entendida como la democracia contemporánea) y la demagogia (el populismo, el despotismo democrático).
Más trascendencia ha tenido la visión de Platón respecto a las formas de gobernar. En su obra La República deja clara su posición contraria a la democracia. Afirma que el mejor gobierno posible debería estar compuesto por filósofos especialmente entrenados, escogidos por su incorruptibilidad y por tener un conocimiento de la realidad más profundo que el común de las gentes, creyendo (quizás ingenuamente) que esos aristócratas gobernarían desinteresada y virtuosamente. Esta idea cristalizó en el pensamiento tecnocrático actual, sin desdeñar las influencias iliberales de su discurso como bien han señalado autores como Karl Popper. Sin embargo, es curioso como Platón advertía que esta forma de gobierno, a pesar de considerarla la más virtuosa, no estaría exenta del riesgo de corromperse. Llegaría un momento en el que este sistema, movido por las desigualdades a las que se vería avocado, generaría que la cantidad de “pobres incultos” superase en número a los de arriba, derrocándolos e instaurando una democracia.
En definitiva, se puede ver como en el pensamiento griego subyace esta idea cíclica de como los sistemas ideales acaban corrompiéndose hasta el colapso. Sería ingenuo pensar que nuestros sistemas democráticos están a salvo de este proceso. Porque Occidente parece haber olvidado lo que costó llegar hasta aquí. Y quizás la razón no es otra que los individuos, como pensaba Ortega, no están a la altura de los tiempos. El individuo promedio actual, ese hombre-masa retomando a Ortega, es aquel que cree que todo lo que le fue dado es natural a su existencia. Ignora cuanto aconteció, y su coste histórico. Domina la vida pública pero solo le preocupa su bienestar, siendo a la vez insolidario con las causas de ese bienestar, por lo que muestra una radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su actual existencia. Por esta razón la democracia se ve amenazada, siendo necesario volver a recordar los mecanismos que una vez se idearon para defenderla.
Una democracia sana tiene límites
Han sido numerosos los pensadores que han reflexionado sobre los límites necesarios que una democracia sana debe tener. No con un ánimo exhaustivo, sino reflexivo, mencionaré los que a mi parecer conviene más recordar en los días que corren.
«Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados, la potencia legislativa y la potencia ejecutiva están reunidas, no puede haber libertad; porque se puede temer que el mismo monarca o senado pueda hacer leyes tiránicas, para ejecutarlas tiránicamente». Montesquieu.
La actualidad de las palabras de Montesquieu me causan pavor. Vemos en Occidente una deriva peligrosa. Parece que, con el simple ejercicio del voto, la democracia representativa cumple su función. Una gran parte de la población actual parece asumir como correcto cualquier decreto del gobierno de turno, con la única justificación de que lo han hechos “los suyos”. Uno de los principales campos de batalla en esta degradación democrática se encuentra en el ámbito judicial. Parece que el control de los jueces es una preocupación principal, no por parte de la élite política, sino del pueblo que ignora deliberada y equivocadamente esta persecución1. Se han llegado a aprobar leyes para contradecir el criterio de los jueces, apelando a un interés nacional que jamás existió. Por eso, la separación de poderes que propugnaba Montesquieu es más importante que nunca. Esta no es otra cosa que diferenciar entre tres áreas independientes de poder y responsabilidad, un correcto sistema de contrapesos para evitar abusos por parte del déspota. Para evitar que se promulguen leyes injustas, que subviertan la libertad e igualdad de los ciudadanos sólo por mantenerse en el poder.
Pero parece que toda esta perversión del ideal democrático se justifica irónicamente en que se hace a favor de la democracia, a favor del pueblo. El control del Estado sobre la vida de los ciudadanos ya no se circunscribe al sentido estricto de creación de leyes que imaginaba Locke, sino que se ha convertido en un Leviatán que pretende controlar casi todo aspecto de la vida civil. Y es que la actual asunción de que el que legisla es el mismo que el que debe gobernar, debe su existencia a un engaño: el gobernante se rige por la voluntad del pueblo. ¿De quiénes? ¿De ese ente heterogéneo, el cual casi nunca es consultado? ¿Aquel que votó lo que se prometió hace un mes para después cambiar la opinión sobre esa promesa? No solo eso, incluso aunque se siguiese estrictamente el criterio de la mayoría, dicha acción no estaría exenta de crítica. Fue John Stuart Mill quien advirtió sobre el peligro de la tiranía de la mayoría. Argumentaba acertadamente que la democracia no surgió para seguir el criterio del mayor número de personas, sino como defensa a ultranza de los derechos de la minoría. No es baladí, y no conviene olvidarlo. Occidente se ve amenazado cada vez más por una polarización que esperemos, no tenga un coste elevado. Que una mayoría haya elegido esto no implica que los dirigentes puedan hacer y deshacer a su antojo en nombre del ideal democrático. Sin embargo, la sensación es que somos nosotros los que permitimos, e incluso legitimamos esto. El mundo actual es fruto de nuestro propio error.
Conclusiones
Las constituciones nacieron como forma de limitar la democracia. Un conjunto de derechos y obligaciones para todos los actores políticos: poderes públicos, Ejecutivo, Poder Judicial y sociedad civil, todos recogidos en un mismo texto con el fin de evitar los excesos. Una constitución que en España llegó a través de un histórico consenso, pero que a día, de hoy unos y otros parecen querer desterrar (en eso si se ponen de acuerdo).
«La democracia no ha demostrado ser una defensa segura contra la tiranía y la opresión, como una vez se esperó. Sin embargo, en cuanto convención que permite a cualquier mayoría liberarse de un gobierno que no le gusta, la democracia tiene un valor inestimable». Friedrich Hayek.
No pretendo caer en el pesimismo. Este texto surge como reflexión a una noticia que entronca con el inicio de este artículo: medios de prestigio internacional como The Economist han criticado duramente políticas del Ejecutivo español, y se rumorea que este rebajará nuestra nota en el Índice de Democracia del 8,07, cayendo al grupo de democracias deficientes. Más allá de índices, lo que veo yo es un toque de atención, puesto que los gobernantes vienen y van, pero somos nosotros los que sufrimos los perjuicios de sus políticas. Defender la democracia es nuestro deber, y conocer cómo llegamos hasta aquí es nuestra obligación, puesto que, como creían los clásicos, ninguna democracia está exenta de corromperse.
La élite política tiene incentivos para controlar a los jueces. El más intuitivo es librarse de la rendición judicial de cuentas en caso de defraudaciones y corruptelas que está a la orden del día.
Espero que lo que sigue se entienda sin animosidad. Me atrevo a decir, que el resultado analizado es inevitable. Para variar, los griegos tenían razón. La democracia es insostenible. Robert Michels analizó con excelente precisión que no existe ninguna organización que sea democrática en su totalidad y perennemente; desde los gremios hasta los estados. Por el mero hecho de necesidades operativas, entre muchos otros factores, siempre habrá un desliz hacia un liderazgo consolidado (el cual más que nada tiende a ser una oligarquía, en el caso democrático). No por nada fue una forma de gobierno transitoria a lo largo de la historia, y un experimento que buena parte de la humanidad evitó replicar. Nuestra preferencia contemporánea por esta es por mero condicionamiento. Nada diferente es, pues, de la educación política recibida por un joven ruso tras la Cortina de Hierro, que elogiaba al comunismo como la mejor forma de gobierno para todo el mundo. Toda educación, así sea privada, pero con currículums estatales, siempre legitima al régimen que la supervisa. Para nosotros es evidente que el derecho a gobernar no viene de Dios. Para nuestros bisnietos puede ser que sea evidente que tampoco venía del pueblo.
Sin embargo, concuerdo plenamente cuando dices "el mundo actual es fruto de nuestro propio error". Y de hecho, mientras más se enteren de cómo realmente llegamos hasta aquí, es más probable que más decepcionados de la democracia se sientan. Quizás dejemos de prestar tanta atención a Montesquieu, y empezaremos a escuchar a Metternich; como cuando nos dijo que: "El concepto de la ponderación de los poderes (propuesto por Montesquieu) siempre me ha parecido solo una concepción errónea de la constitución inglesa, impráctico en su aplicación, porque el concepto de tal equilibrio se basa en la suposición de una lucha eterna, en lugar de la de la paz, que es la primera necesidad para la vida y el florecimiento de los estados."
Duro de leer... Pero cierto. No sé qué pensarán los lectores del futuro de nosotros. Quizá que éramos unos ingenuos y fervorosos creyentes en la soberanía popular. Algunas reflexiones:
1) La democracia no solo está corroída por las "élites" (y no en el sentido de Ortega, al que encuentro un proto-fascista en el sentido José Antoniano, sino de unas élites extractivas de políticos profesionales).
También las mega corporaciones, que escapan al poder de las leyes gracias a su implantación transnacional, están diluyendo el papel del Estado. ¿Un neo-feudalismo de grandes empresas bajo el control consensuado de un estado-monarca débil? ¿Eso es lo que viene? No mola.
2) Este mal funcionamiento explicaría por qué lo revolucionario entre los jóvenes (y no me refiero a los niños ricos) se ser de derechas. Lo mainstream ahora es demócrata, y no ven para qué vale.
3) También te digo: salvo en épocas de crisis existencial (tipo WWII), los seres humanos hemos hablado siempre del sistema que nos gobierna como algo a destruir.
Ergo, asistimos a una evolución que no tiene nada de nuevo bajo el sol.